martes, 11 de agosto de 2009

Trescientos veinticinco

Ayer me sentí como esos libros que uno se ha leído varias veces, pero cada vez que lo vuelve a ojear encuentra cosas nuevas que no vio de primera. Fue insólito y patético, evidenciar que estoy escrito, descubierto y de páginas amarillas, pero no puedo terminar de conocerme y no podré entender completa la trama, nunca podré escribir un buen prologo de mi vida y mis cuerdas se trasforman en nudos vocales, amargos y ácidos, sucios, sin luz, ya que están al final de mi garganta y bajan como un trago de saliva densa y negra.

El humo del cigarro golpea con mi angustia y no existe un porqué convincente, mis lágrimas caen sin consuelo ni razones, golpean en el suelo, crujen las maderas y corroen el ánimo y mueven la tinta de las secas hojas.

El libro no tiene título, he pensado varios, la insignificancia del insignificante ó la magnanimidad de la trivialidad, esos dos nombres fueron los que guarde, es un libro de unas trescientas veintitrés páginas sin prologo ni índice, sin notas del autor que me puedan ayudar a abordarlo y no logro saber si leerlo de principio a final, capítulos saltados o simplemente no leerlo de nuevo.

Viene escrito a máquina y no tiene editorial, me habla de personas que no he conocido y me cuenta de besos alcohólicos que no he dado, de viajes que no he hecho, pero aún así mi libro es un drama de esos que no recomendaría a nadie. Me habló de una mujer, la describió bella y suave, mostro sus ojos oscuros y tez clara, halo honesto y rostro compasivo, estaba escrita la palabra amor… me asuste.
Busque el nombre de ella en todas las páginas y en cada una aparecía más ilegible, extraño, ajeno, era el presagio de un mal augurio.
No me gustaba lo que leía, mayor conformismo en cada letra, menor esperanza en cada línea, mayor ansiedad en cada párrafo, menos afortunado en cada página y más enamorado de alguien (sin saber quién) en cada capítulo.

Cuando lo termine de leer por última vez había líneas nuevas. Mire mis manos, sobre la máquina de escribir, independientes de mi cabeza que completaban la vieja historia, empezaban a escribir la página trescientos veinticuatro, triste página que narraba el como nunca logró hallar su amor ni siquiera el nombre, como la esperanza se acababa junto a las últimas líneas, pero quedaba una ilusión, su propia quimera in-apropiable, sus manos trémulas pulsaron las últimas teclas que decían “gota de ilusión, apaga esta pasión de querer acabar tañendo un mal final”

Terminó esa última línea y dio vuelta la página, escribiría los agradecimientos.

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