Andrés dio un portazo estruendoso, echó la llave hasta el fondo y cuando el cerrojo se hubo cerrado completamente, se alejó de la puerta, abrió su paraguas y caminó bajo el cielo gris y el aguacero de la ciudad. Divagó durante unos minutos, casi una hora, por las calles inhóspitas y frías, el concreto gélido y sobre él una capa de escarcha muy delgada. Andrés comenzó a patinar o por lo menos deslizarse ligeramente sobre el hielo del cemento, cuando frente a él se cruzaron unas baldosas resbaladizas y su cuerpo tambaleo hasta tal punto que cayó sobre el agua endurecida, se levantó rápidamente y limpió de su cuerpo la suciedad del pavimento.
Francisca no salió de su hogar, encendió un brasero pequeño y se envolvió en una manta desgarrada, cogió un libro de páginas ambarinas y comenzó a leer. Francisca, el frío atravesaba su frazada, empezó a sentir la piel dura, le punzaban unas álgidas agujas. Se levantó de su mecedora, tapizada de tela gruesa, con cuadros rojos, naranjos y blancos. Y se acercó al fuego, posó sobre ella una lata en forma de tetera y esperó que el agua se calentara hasta hacer burbujas, la tomó con un trapo de tela vieja y vertió agua sobre una copa, de madera tallada, colmada de yerba mate, luego volvió a mecerse y leer hasta que sus parpados acabaron unidos creando una frontera de pestañas y piel.
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