Tome tu mano, te salude con un beso y te dije que te extrañaba, note algo raro en ti, nunca eras tan fría, nunca eras tan ácida ni amarga. Esbozaste una falsa sonrisa y respondiste el beso, ligeramente ladeado, no fue honesto.
Estaba oscuro, tú no estabas luminosa como siempre, aún eras bella, pero sólo eso, una hermosura simple y llena de vacios. Buscaste la lejanía con tu mirada y por un momento te vi conectada con todo, menos conmigo. Me di cuenta que no eras tú, algo había en mi. Caminamos varias horas, con palabras intermitentes y risas nerviosas, de esas que no son gratas, de esas que maltratan, que dan finales y hacen llorar.
Mirabas con nervio el reloj, tocabas tu pelo con desdén y eso no me ayudaba, no hablabas, simplemente estabas inmersa en tus pensamientos, en la maraña de dolor y angustia que no me develabas. Por un momento tú miraste mis ojos y musitaste algo que no oí, lo dijiste tan suave que el tictac de tu pulsera no me dejo entender.
Pasaron diez lentos minutos, como si los minutos cambiaran por la ansiedad, agarraste una bocanada de aire y me dijiste que tenías algo que decirme, empezaste como una historia añeja, andrajosa y borrosa, de un poeta del Medioevo. Tus cejas rectas, sobre tus ojos impasibles y tu boca constreñida, como afirmando un grito eterno de dolor. Poco a poco tu expresión se torno dantesca, como si hubieras visto la muerte.
Me miraste, como miras a un espejo, como si esta escena la hubieras practicado miles de veces, cambiaste tu tono a uno más risueño, pero aún lacónico.
Me decidí a terminar la tortura, me abalance sobre tu boca y cuando estuve a milímetros de ella, salió un “ya no te quiero”, te besé y lloré, lloraste conmigo y sentí la sal de tus ojos en mis labios.
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